Mencionar los vinos espumosos es evocar, en primer lugar, el
champagne. Con razón o sin ella, el champagne se ha convertido en el más
prestigioso de todos los vinos, y en la imaginación de todos se asocia a los
más relevantes acontecimientos, y a las más brillantes fiestas.
Desde que un monje benedictino, Dom Pérignon (uno de los más
prestigiosos champagnes franceses aún lleva su nombre) ideara en el siglo XVII este método de vinificación, numerosos imitadores han tratado de aplicar sus
lecciones en otras zonas de Francia y del
mundo entero. Los productores de Champagne
(la zona vinícola ocupa allí un estrecho corredor de unos ciento treinta kilómetros de longitud, por debajo del cual corren las interminables cavas y galerías donde
el champagne se cría a unos quince grados de temperatura), defienden
celosamente la denominación de origen de sus vinos espumosos, y han logrado, por medio de convenios
internacionales, que los fabricantes de
otros países retiren este nombre de las
etiquetas de sus botellas, no han logrado, en cambio, que el público deje de llamar champagne, o champán,
a los mejores vinos espumosos criados
en los distintos países.
Los mejores champagnes se
distinguen por su espuma ligera y
persistente; las burbujas, muy finas, ascienden en forma continua desde el fondo de la copa. El champagne se
sirve siempre frío, a una temperatura
alrededor de los cinco grados. El método de
enfriamiento debe ser el clásico: en cubos de hielo, y momentos antes de servirlo, manteniendo la botella dentro del cubo hasta que se haya agotado su
contenido.
Aunque se ha extendido ya
el uso de copas bajas y de boca ancha
para servir el champagne, cualquier entendido nos aclarará rápidamente que sólo
hay una forma ortodoxa de tomarlo: en
copas finas y aflautadas, en las que el vino retiene hasta el final sus cualidades.
Se ignora con frecuencia
que el champagne no es una bebida
exclusivamente reservada para los postres y la sobremesa. Por el contrario, es una bebida para todas las horas, un magnífico aperitivo, y, por sorprendente que
parezca, la única bebida que un gourmet
consumado aceptaría en exclusiva a lo
largo de todo un banquete. Es también un acompañamiento recomendado en suntuosas comidas de caza.
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