Los ejemplos más clásicos son el brie y el camembert franceses, con su característica corteza blanquecina (formada
bajo la acción de un hongo, el
«pennicillum candidum»). Son quesos que se
conservan mal una vez retirados de su envase, y
que conviene guardar, cuando no haya otro
remedio, en su envase de origen,
envueltos en un paño húmedo, en sitio fresco (pero nunca en la nevera). Un buen pan blanco crujiente,
y un buen vino tinto, son el
acompañamiento obligado de estos quesos.
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