Beber el vino solo, es decir, sin acompañarlo con algún alimento, es algo que pocas personas saben hacer con
pleno conocimiento de causa (aunque,
desde luego, lo único verdaderamente inadmisible es beber el vino a solas: el
vino debe ser siempre celebrado, compartido). El vino sólo realiza plenamente su vocación en la mesa.
Las propiedades del vino
como estimulantes de la digestión, y por lo
tanto como perfectos acompañantes de la comida, son conocidas desde muy antiguo. Y desde antes, sin duda, son
evidentes sus propiedades como estimulante de la alegría, de la conversación, y de la convivencia en la mesa.
Entre los «gourmet»
auténticos, la presentación de un vino en
la mesa obedece siempre a reglas tan estrictas como las del movimiento de los planetas, y desde luego, para los no iniciados, mucho más arcanas que éstas. Los
catadores expertos descubren en un
determinado vino matices y cualidades de las que el profano ni siquiera sospecha la existencia. Pues bien, un buen «gourmet», además, sabrá en todo
momento casar cada vino con cada
alimento, con cada vianda, con cada receta.
El único consejo seguro en este punto, si tenemos la fortuna de comer en compañía de alguno de estos talentos gastronómicos, es dejarse guiar al pie de la letra
por sus consejos y sugerencias. Se lo
agradeceremos. Simples mortales, habremos
vislumbrado reinos que parecían reservados a las divinidades del Olimpo. Y en adelante, nos acercaremos a un buen vino con el respeto casi religioso (de cierto
blanco de Borgoña decía Alejandro Dumas que había que beberlo de rodillas) que se merece en estricta justicia.
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