«Noé plantó una viña. Bebió el vino, se emborrachó, y quedó desnudo en medio de su tienda». Con este escueto lenguaje, y en dos líneas, la Biblia nos cuenta, siguiendo la tradición hebrea, la invención del vino, y la primera borrachera
Si la alimentación
pertenece a los dominios del instinto y de la necesidad, por más que hayamos convertido su elaboración en un
arte y su consumo en un rito, el vino pertenece por entero al ámbito de la libertad y de la fiesta. El vino no es indispensable, ni fuera ni dentro de las comidas
(aunque autoridad tan alta como la de san
Pablo se lo recomendaba en las comidas a su amigo Timoteo, por razones de salud
que siguen siendo válidas). Pero sin
vino una comida no
es todavía una celebración, una fiesta.
Así, la crianza de los vinos se ha convertido en un arte que sólo dominan, a fuerza de experiencia (transmitida
casi siempre a lo largo de una misma familia durante generaciones) y a fuerza de tiempo, una exigua y aristocrática
minoría de maestros vinificadores. En justa
correspondencia, la degustación de un
buen vino requiere, a su vez, una cultura vinícola que es fruto de la afición y
del buen gusto.
El primer aspecto no
interesa únicamente a los cultivadores y bodegueros
de vino. Interesa, en primer lugar, a los consumidores. A medida que crece la afición, y con ella el discernimiento, éstos se vuelven más exigentes en
cuanto a la calidad de los vinos, desde los
más modestos vinos de mesa hasta los
más insignes caldos de las grandes bodegas.
El vino se cría
únicamente en las franjas más templadas de los dos hemisferios. En el hemisferio norte, las grandes áreas vinícolas son la francesa, la española y la
italiana, y, en general, toda la cuenca
del Mediterráneo; en la orilla americana, California, y últimamente, y con gran fuerza, México, dan desde hace algunos años vinos que pueden
competir brillantemente con los europeos.
Por lo que respecta al hemisferio sur, Chile y
Argentina son las dos grandes regiones
vinícolas americanas.
Los conquistadores
españoles, desobedeciendo por cierto la legislación de la metrópoli, que deseaba mantener para España el monopolio de tan lucrativo comercio con
América, intentaron aclimatar las vides
en las regiones tropicales que primero
exploraron y colonizaron, pero sin éxito. Se supone que las primeras vendimias
americanas tuvieron lugar en México
hacia 1530. Poco más tarde prendían los primeros viñedos en Argentina y Chile.
En California, donde la
industria vinícola se desarrolla actualmente
con una pujanza extraordinaria (acompañada, por cierto, de una afición inédita y creciente entre el público norteamericano), fueron los misioneros españoles y
mexicanos quienes introdujeron la vid, a
mediados del siglo XVIII.
Esta implantación americana llegaría a tener
consecuencias providenciales para la
continuidad del cultivo de la vid en Europa.
A finales del siglo XIX, una voraz epidemia de filoxera asoló los viñedos europeos, especialmente los
franceses. Sólo la importación de
cepas americanas, resistentes a la peste, en las que se injertaron especies europeas sanas, permitió reanudar en breve plazo los cultivos, y con ellos la
crianza de los vinos.
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